CAPÍTULO 3


Día 414 de la misión. 16:15 h.


Después de tomar mi almuerzo, me dirijo hacia el exterior de Herschel 1, para participar en unas verificaciones de rutina junto a los técnicos de mantenimiento de las cápsulas. Tras ello, finalizará mi turno de trabajo. Antes de entrar en el habitáculo de los trajes espaciales, paso junto al laboratorio. A través del panel transparente, veo como el equipo de científicos en pleno, dando prioridad a la muestra recogida esta mañana, ha completado unos análisis preliminares y se dispone a descongelar parte del bloque, con el fin de liberar los sedimentos minerales de su interior. Me entero además de que mi colega la piloto Fumiko Noguchi, Dick van Schaik y Annette Klempt se preparan para efectuar otro viaje al interesante filón de hielo que hemos descubierto.

Media hora más tarde, sobre las 16:45, cuando estoy con Liana Marchesi y Dieter Schauer fuera de la nave nodriza, escuchamos en los transmisores internos de nuestros cascos una intranquilizadora comunicación de urgencia desde la nave nodriza:

--¡Liana, Serge, Dieter! ¡¿Me oís?! ¡Volved enseguida! ¡Podéis estar en peligro! --nos advierte Cassandra Gwynne, la comandante de la Herschel 1.

Tardamos en reaccionar, pero iniciamos un regreso lo más apresurado posible, mientras le pedimos explicaciones, que nos da:

--Seis de nuestro equipo científico han enfermado de repente. Fred cree que la causa es una intoxicación originada por alimentos en mal estado que quizá hayamos ingerido otros de nosotros.

Cinco minutos más tarde, ya estamos lejos de la pista de aterrizaje donde reposan seis de las siete cápsulas de reconocimiento. Tenemos delante nuestro, a unos treinta metros, la esclusa principal de entrada. De pronto, una luz poderosa que viene de arriba supera por unos instantes la que nos llega de los focos del campamento. Alzamos la vista sorprendidos y vemos una cápsula fuera de control, descendiendo de modo vertiginoso, casi en picado. Un momento después, impacta a unos trescientos kilómetros por hora contra un sector de la nave nodriza, en el lado opuesto de donde estamos. Se produce una explosión, con el aspecto de una pequeña nube de fuego anaranjado. Una bocanada de gas ardiente nos hace revolotear en la casi-ingravidez hasta que logramos estabilizarnos de nuevo. Entonces percibimos el inconfundible rastro de objetos proyectado por una despresurización súbita, la del perímetro dañado de la Herschel.

Ante la catástrofe, en vez seguir nuestro camino hacia la esclusa de entrada, nos impulsamos en dirección al lugar del accidente, con el fin de tratar de rescatar a algún posible superviviente. Sabemos, no obstante, que las probabilidades de sobrevivir al frío imperante aquí fuera, aunque sea por unos pocos segundos de exposición, son nulas sin la protección de un traje espacial o el albergue de un vehículo.

Nuestra angustia se acrecienta al no recibir ninguna comunicación verbal procedente de la nave nodriza. Tan sólo nos llega la señal de Alarma Roja.

Llegamos por fin al lugar de la colisión, tras doblar un último recodo. Contemplamos un espectáculo dantesco. El fuselaje de la Herschel, retorcido y chamuscado, abre al vacío los almacenes 2 y 3, el ala B del módulo de camarotes y la cocina. La cápsula es un ovillo de hierros retorcidos que se ha empotrado entre dos paneles, atrozmente deformados por el calor y la presión. En una danza macabra, todo tipo de objetos, incluyendo miembros humanos, revolotea alrededor nuestro, como un enjambre de pesadilla.

--¡Mirad, las cápsulas! --indica Dieter.

Cuando miro hacia donde señala su mano, veo tres de ellas destrozadas, dos que sólo están desancladas dando vueltas y con el fuselaje magullado, y una que permanece fijada, o al menos quieta, en el suelo.

Vapores de agua y de otros elementos emanan con furia del terreno afectado por la explosión.

Durante largos minutos, inspeccionamos el sector dañado de la Herschel buscando desperfectos que pudieran afectar al resto de la misma. Al mismo tiempo, tratamos sin éxito de recibir instrucciones o de que alguien nos aclare las causas de lo ocurrido. Las comunicaciones internas de la nave que de cuando en cuando captamos en nuestro canal sólo contribuyen a aumentar nuestra confusión.

Por fin, una comunicación dirigida a nosotros desde el interior de la nave nodriza, aunque, en apariencia, contradictoria:

--¡Liana, Serge, Dieter: no entréis en la Herschel! ¡Hacerlo puede mataros!

--¡¿Cassandra? ¿Qué sucede?! --interroga Liana junto a Dieter y yo.

--¡No os expongáis bajo ninguna circunstancia al aire de la Herschel! ¡Está contaminado y es la fuente de la intoxicación!

--¡¿Pero qué es lo que ocurre?! --exige casi histérica mi compañera.

--¡¿Y el accidente de la cápsula?! -- pregunto yo.

Cassandra, agobiada porque la situación se le escapa de las manos, habla atropelladamente.

Sus palabras nos revelan la secuencia de acontecimientos vividos durante la última hora. No mucho después de que saliéramos al exterior, el equipo científico procedió a la parcial descongelación del bloque de hielo de agua traído hace horas. Tras ello, Dick y Annette, acompañados por Fumiko, fueron a buscar otro bloque, mientras el resto del equipo iniciaba una tanda de análisis del agua. Unos veinte minutos después, y en un intervalo de apenas diez minutos, todos los científicos excepto Constantin Karayorgis y Anatoli Raink, empezaron a sentirse mal, alcanzando en cuestión de un cuarto de hora una crisis horrible de dolores y vómitos. El doctor Fred Langford, temiendo una intoxicación por alimentos en mal estado, inició diversos procedimientos farmacológicos de urgencia, tras llevarlos a la unidad médica ayudado por varias personas. La comandante se personó allí de inmediato ante la gravedad de la situación. Nuestro médico descubrió que el agente letal es un microorganismo desconocido.

Casi al mismo tiempo, los filtros de aire de la nave alertaron de la presencia de un agente extraño. El sistema depurador no pudo determinar el grado de filtración del agente. Podía estar siendo retenido en los acumuladores de impurezas, o bien difundiéndose con el aire purificado. Los detectores señalaron que el agente se propagó desde un punto del laboratorio que coincide con la ubicación de la cubeta que alberga al bloque de hielo parcialmente derretido.

El estado de los seis primeros afectados, Pavel Vlasov, Barbara Daniels, Satyajit Banerjee, Alena Lipoldova, Nicholas Comdem y Alice Darnell, alcanzó una gravedad tal, que el doctor Langford pronosticó su muerte en menos de una hora. Anatoli Raink y Constantin Karayorgis, dos científicos presentes en el laboratorio durante la descongelación del bloque de hielo, mostraron síntomas iniciales del mismo proceso que afectaba a sus colegas.

Entretanto, el grupo que había salido a bordo de una cápsula de reconocimiento, formado por la piloto Fumiko Noguchi y los científicos Dick van Shaik y Annette Klempt, se encontró con los mismos problemas. Annette informó que Dick y Fumiko se encontraban en una súbita crisis de vómitos y calambres. El hecho de que Fumiko no estuviera presente en el laboratorio durante la operación que liberó al microorganismo, reveló la facilidad con que éste se propaga, pudiéndose considerar el caso de Fumiko como el primer contagio. Al parecer, el trastorno afectó al cerebro de Dick, quien, presa de un arrebato de furia incontrolable, causó en pleno vuelo de regreso destrozos importantes en los sistemas de navegación y guiado del vehículo. A consecuencia de ellos, el control de empuje y orientación de los impulsores falló cuando la nave se preparaba para iniciar el frenado previo al descenso en el campamento. Annette, al no ser una piloto entrenada para situaciones de emergencia, estando sólo capacitada como todos los integrantes de la misión para el control en fase simple del vehículo, no pudo utilizar los mandos auxiliares controlados por frecuencia cerebral, ni tampoco tuvo la pericia suficiente para tratar de esquivar con los controles manuales la Herschel y situar el curso de la cápsula en una trayectoria horizontal.

La colisión, en la que murieron los tres pasajeros, causó una explosión. A consecuencia del desgarrón en el fuselaje de la Herschel y del estallido, se produjo la muerte de Nancy Soriano, así como numerosos daños, aún por evaluar, en la nave nodriza y en la flotilla de cápsulas. Entre los desperfectos constatados, se encuentra el sistema de comunicaciones interplanetarias que engloba las antenas de baja y alta ganancia, por radio-ondas y láser respectivamente, así como los procesadores de señal.

La confusión respecto a qué acciones emprender, es total. Cassandra abandona el contacto con nosotros ante el alud de problemas al que debe hacer frente en la nave, y que incluyen fisuras del fuselaje en diversos módulos presurizados, paro eléctrico en varias secciones con la amenaza de afectar al sistema de soporte vital, y, el peor de todos: la epidemia.

Transcurrimos varios minutos en los que el silencio de nuestros transmisores se alterna con comunicaciones contradictorias, dirigidas o no a nosotros. Por último, se produce un fallo en las comunicaciones internas. De común acuerdo, mis compañeros y yo decidimos arriesgarnos a penetrar en la nave para tratar de ayudar en una situación que intuimos irremediable. Nuestra esperanza se fundamenta en que los daños sufridos por el sistema de comunicaciones interplanetarias no sean lo bastante graves como para imposibilitar que lo reparemos, aunque el informe de Cassandra no deja mucho lugar al optimismo. Necesitamos ayuda de la Herschel 2, y al mismo tiempo prevenirles del peligro biológico aquí presente.

Cuando se registraron los primeros síntomas de lo que parecía una intoxicación por alimentos, no era posible la comunicación con la Herschel 2 porque estaba en esos momentos fuera del alcance de nuestras antenas, posicionada en el firmamento del otro hemisferio del cometa. Luego, el accidente que inhabilitó las comunicaciones interplanetarias, abortó todo intento posterior.

En cuanto al sistema interno de comunicaciones de la nave, no tiene un alcance superior a 150 kilómetros.

Habría sido buena idea emplazar un satélite repetidor que garantizase en todo momento la comunicación entre ambas naves en esta etapa de la misión en que la Herschel 1 ha aterrizado mientras que la 2 aún no. Pero el periodo en que estas circunstancias se dan es tan reducido (nueve días), y conseguir una órbita estable idónea alrededor del cometa, tan complejo, que esa opción no fue contemplada en la fase de diseño del proyecto.

Dieter toma la iniciativa de arriesgarse a ser el primero en penetrar a bordo a través de la esclusa. Si algo funciona mal, corre el peligro de verse escupido por una despresurización súbita que lo incruste contra una pared.

Su operación da buen resultado. Liana y yo le seguimos.

Sin quitarnos los trajes espaciales, única protección biológica frente al alcance ignorado de la contaminación microbiana, avanzamos por varios corredores a oscuras.

La Alarma Roja suena atronadora, en medio de un silencio inquietante.

Las luces emitidas por las linternas de nuestros cascos nos revelan diversas huellas de histeria colectiva, como por ejemplo contenedores de enseres cuyo contenido ha sido vaciado de forma atropellada y sin razón aparente.

La temperatura está bajando.

Nos separamos. Mientras mis compañeros se dirigen directamente al módulo donde está el hardware del sistema de comunicaciones, yo inspecciono la nave.

El horror me asalta cuando inmensos coágulos flotantes de sangre con bilis chocan contra mi traje espacial. Ante mí, Barbara Daniels permanece con la boca abierta en un espasmo interminable mientras sus pupilas miran al infinito como si no me viesen. No tardo mucho en comprender que está muerta.

Pasado este primer sobresalto, prosigo mi recorrido. Nicholas Comdem, Satyajit Banerjee y Alena Lipoldova también han fallecido. En distintas fases de su agonía, se encuentran Pavel Vlasov, Alice Darnell, Anatoli Raink y Constantin Karayorgis.

Cassandra, consciente aunque ya con síntomas graves del proceso mortal, está incapacitada para asumir funciones organizativas. István Oze y el doctor Langford se encuentran aún bien pero saben que han sido contaminados de manera irreparable. El primero está como ausente, idiotizado, mientras que el segundo sigue intentando por todos los medios reunir datos sobre el microorganismo que puedan ser útiles a otras personas para combatirlo.

Langford me hace partícipe de lo poco que sabe o intuye acerca del microorganismo. No está muy claro cómo actúa. Lo que sí es seguro es que resulta letal para casi cualquier forma de vida basada en el carbono. No parece capaz de vivir en el interior del Ser Humano, pero si poseyera esta capacidad significaría que procede de cepas microbianas que convivieron con el Hombre en alguna época del pasado remoto. En cualquier caso, es capaz de proliferar por su cuenta, y acaso de reproducirse sin necesidad de anfitrión, siendo posible la transmisión desde un portador a alguien sano. Desconocemos cómo metaboliza la energía o sustancias nutritivas. Ni siquiera sabemos con certeza si resulta comparable a las bacterias de nuestro mundo, o si se limita a ser un mero virus o viroide. En algunos aspectos, su comportamiento recuerda al de la tristemente célebre Bacteria Asesina.

El mecanismo de propagación de sus efectos perniciosos parece envolver a algún tipo de toxina muy volátil que en vez de causar daños directos en el metabolismo, provoca una especie de reacción alérgica que se difunde de inmediato por todo el organismo afectado. Unas pocas moléculas bastan para iniciarla. El proceso origina los primeros síntomas patológicos en un periodo que va de un cuarto de hora a una hora; por regla general media hora.

Puede que el microorganismo no sea sino una reliquia de la aparición de vida temprana en el sistema solar, cuando los cometas, antes de ser expulsados a los confines del sistema solar, reunían en su interior, según algunas teorías, las condiciones necesarias para la vida, mucho antes de que éstas apareciesen en la Tierra. O acaso Pertrolm sea un mensajero de otro sistema solar. Estos microorganismos parecen capaces de haber resistido millones de años en estado de vida latente, a lo que ha podido contribuir una hipotética actividad geotérmica discreta en el núcleo del cometa, quizá por desintegración natural de materiales radiactivos.

Fred e István caen enfermos.

En poco más de dos horas, asisto a una pavorosa sucesión de muertes. La Alarma Roja sigue sonando, insistente, reiterativa, machacona, casi insultante. Los vómitos de Fred son los más monstruosos. Partículas inmundas flotan por doquier. La cabina donde muertos y vivos se diferencian sólo por su grado de movilidad, amenaza con volverme loco. Sólo mi desesperación ante mi impotencia para ayudar a mis amigos, iguala el horror que siento hacia el mal que devasta sus cuerpos. Uno a uno, dejan de sufrir.

18:27: fallece Pavel Vlasov.

18:36: Alice Darnell.

10:02: Anatoli Raink.

19:21: Constantin Karayorgis.

19:54: Cassandra Gwynne.

20:25: Fred Langford.

20:41: István Oze.

Sólo quedamos Liana, Dieter y yo.

La temperatura dentro de la Herschel ha bajado hasta los cinco grados sobre cero y sigue en descenso.




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